Al Pie de la Montaña

Desvelos de un tecolote loco

Venus

Puedo llenar este aljibe con las palabras que nunca me atreví a decir

o desgranar la aurora con aquella humildad de mi infancia

cuando los trompos giraban al revés del reloj de catedral

y así rebanar al Génesis sus mitos

mientras camino indómito frotando la lámpara genial.

Puedo caminar en el aire,

¡claro que puedo!

es una gracia concedida a los poetas

¿si no? ¿como podríamos besar a Venus?

14 May 2021 Posted by | literatura, poesía | , , , , , , , , , , | Deja un comentario

CASI UN POEMA

scenic view of rocky mountain during evening

Por la noche, al mirar las estrellas. (fragmento del libro El Alma del Ateísmo de André Comte-Sponville)

«Sólo es necesario un poco de atención y de silencio. Basta con que la noche sea negra y clara, que nos encontremos en el campo y no en la ciudad, que se apaguen las luces, que levantemos la cabeza, que nos tomemos tiempo para mirar, para contemplar, para quedarnos callados… La oscuridad que nos aleja de lo más próximo, nos abre a lo más lejano. No podemos ver a cien pasos. Y sin embargo, vemos a simple vista a miles de millones de kilómetros. ¿Esa estela blanquecina u opalescente? Es la Vía Láctea, nuestra galaxia, ésa al menos de la que formamos parte: cerca de 100,000 millones de estrellas, la más próxima de las cuales, exceptuando nuestro Sol, se encuentra a 30 billones de kilómetros… ¿Y ese punto tan brillante? Es Sirius a 8 años-luz, es decir a 80 billones de kilómetros. ¿Y esa mancha luminosa, casi imperceptible, allá, cerca del Carro de Pegaso? Es la Nebulosa de Andrómeda, otra galaxia (existen miles de millones, cada una compuesta por miles de millones de estrellas), que se encuentra a 2 millones de años-luz, es decir, ¡a cerca de 20 trillones de kilómetros! Durante la noche, todo cambia de escala. El Sol, por su brillo, constituye una prisión de luz, que es el mundo, «nuestro» mundo. Pero la oscuridad, cuando hace buen tiempo, nos abre a la luminosidad del cielo, que es el universo. Sólo con dificultad intuyo el suelo sobre el que me desplazo, pero percibo, mejor que en pleno día, lo inaccesible que me contiene.»

17 noviembre 2020 Posted by | Bitácora del día, literatura, poesía, Superación personal | , , , , , , , , , , , , | Deja un comentario

SOBRE EL EGO

  Hace unos momentos mientras manejaba me ocurrieron a la mente reflexiones acerca de cómo casi siempre tenemos que lidiar con las circunstancias para hacerlas aceptables. Cómo a una fruta desabrida le añadimos azúcar, cómo nos distraemos con el noticiero al ir manejando en el tránsito congestionado, cómo hacemos más llevadera una gripe tomando antihistamínicos o como encendemos el clima de nuestro hogar para tapar con su zumbido, el ruido de los vecinos que nos incomodan con gritos, música alta, alarmas disparadas a deshoras, etc. También vino a mi mente el ejemplo tan conocido del traslado de casa al trabajo y sus consecuentes resignaciones. Visto objetivamente, manejar así, es un gran desafío; implica ser diestro y tener un gran espíritu de aventura. El automovilista que se traslada de su casa a su oficina no lo sabe, pero arriesga su vida en cada tramo, debe estar alerta todo el tiempo no sólo del propio desempeño sino muy especialmente del desempeño de los demás, entre los que se cuentan desde luego muchos “kamikazees”. Debe ser tolerante con quienes les parecen poco preparados para manejar, debe ser indulgente con los agresivos y debe ser paciente con la lentitud del flujo vehicular; todo esto partiendo del supuesto de que se viaja en condiciones normales. El viaje se complicaría por muchas razones, un accidente o un auto descompuesto, una avenida inundada por la copiosa lluvia, un policía que nos detiene, un alcance en el que participamos, un letrero rezando “Disculpe las molestias, etc” En fin, situaciones aparentemente excepcionales que se han convertido en cotidianas. Manejar es menos estresante cuando nos abrochamos el cinturón, encendemos la radio y nos despojamos del ego. Parece fácil, pero no lo es. Entiendo ahora a ese grupo de personas que han desarrollado la “automovilofobia” y que deben consultar a un psiquiatra para que les quite el miedo a salir a la calle. Pero la Egotomía (amputación del ego) no sólo hay que ejercerla en el tránsito también hay que echar mano de ella en el banco, en las oficinas de gobierno, en el seguros social y en la sala de espera del doctor que nos citó a las 4 y nos recibirá a las 8. ¡Ah! y en la mesa de casi cualquier restauran.

Yo, como tengo un gran ego, en muchas ocasiones he intentado dar lecciones a esas personas que, me ponen en segundo lugar. Los resultados han sido desastrosos; si gano el pleito, la conciencia me remorderá por haber avasallado a un prójimo y me avergonzaré por haber montado un espectáculo; si pierdo, peor tantito, mi ego quedará golpeado, tumbado y escupido.

He enviado cartas quejándome a los directores de muchísimas empresas por servicios deficientes, algunos se han disculpado otros ni siquiera me han respondido. He interpelado, he desafiado, he hablado fuerte ante el estupor de otros y ¿de qué me ha valido?

Si yo no tuviera un ego tan inflado y delicado, estoy seguro de que viviría más feliz y tal vez reaccionaría como cuando “Pulgas” le arrebata un hueso a “Blas”: alzándome de hombros y siguiendo mi camino.

14 noviembre 2020 Posted by | Bitácora del día, Narrativa, Superación personal | , , , , , , , , , , , , , | Deja un comentario

YO, ASPERGER II

No supe que yo era un Asperger hasta ya muy entrado en años. Por asares del destino, conocí del asunto éste. Conforme más me enteraba acerca de sus manifestaciones, más me convencía que de que yo cojeaba de esa pata. Me propuse entonces estudiarlo a profundidad y quedé convencido de que viví toda mi vida cargando la pesada lápida de ser «así» . Entonces pude entender plenamente mi historia blanco de calificativos: «mariquita, miedoso, pendejo». Hoy mientras transcurre el día 19 de julio de 2014, se que el síndrome de Asperger está identificado y catalogado por la ciencia médica, los especialistas dicen que está relacionado con el Autismo y que puede manejarse.

Yo tengo mi propia hipótesis al respecto: de que puede manejarse, es correcto; de que puede superarse también, pero el éxito dependerá de el trato humano que se prodigue a quien lo padezca y la mejor forma para empezar es liberándolo de etiquetas, coerciones, chantajes y sermones gestados más por la carga de lidiar con un «desadaptado» que por el genuino deseo de integrarlo a nuestro círculo de amor y naturalidad.

La metodología de la medicina para combatir este síndrome es tan basta que acaba por enredarnos en un mar de estudios clínicos, métodos, terapias, ejercicios y tratamientos sin acertar al idóneo. Mi opinión personal es que existen muchas teorías intentando resolver «el problema», así, optan por: La terapia enfocada a adaptar al entorno social a los pacientes. Mi sentir es que la masa de investigadores del síndrome se han ido con la finta. Quizá alguien con cierta autoridad dijo en el pasado «este es el camino que debemos seguir » y todos sin cuestionarlo lo siguieron como al flautista de Hamelin.

Yo no soy médico, desconozco el sistema nervioso humano y no se de anatomía cerebral, pero soy un ser humano aterrado por las exigencias de la sociedad y abandonado en el rincón del desamor; sufro mucho llevando a cuestas mi apatía y esterilidad. Soy, dicen, un paciente, un sujeto víctima de esta disfunción. Entonces, déjenme decirles esto: Me siento con la suficiente autoridad para indicarle a la comunidad médica, no la teoría, no las hipótesis sino la cruda verdad. Los médicos curan enfermedades ¿no? y como todo mundo cree que el síndrome de Asperger es una enfermedad nos refieren con ellos. Yo les digo: ¡No es una enfermedad! dejen de buscar causas patógenas. Aquí les diré lo que es el Síndrome de Asperger: Es un mecanismo de defensa no biológico sino puramente afectivo. No se corrige con fármacos, se corrige con amor. El problema es que saberlo no lo exorciza. Los padres no pueden acudir a la farmacia a comprar píldoras de amor. Los siquiatras están enfocados en tratar una patología cuando en realidad los asperger no estamos enfermos, punto. Entonces ¿por qué se gastan fortunas en implementación de tratamientos, laboratorios y clínicas? No quiero responder a esto todavía.

El Síndrome de Asperger no tiene mucho tiempo de haber sido reconocido científicamente, fue apenas en los años 90s del siglo pasado. No me adentraré en detalles que pueden ser consultados en Internet. Lo que deseo es ofrecer a lo largo de esta historia escrita en mi lenguaje neófito, una óptica de lo que viví, cómo afectó mi vida y cómo fui ayudado a superarlo. Si con esto logro una mayor comprensión hacia esos niños ¨raros¨, solitarios e incomprendidos que como yo, deambulan por el mundo, sentiré que escribir este relato, valió la pena.

Entremos en materia.

Voy a contarte mi historia, espero que la encuentres interesante, porque no es una historia común y corriente.

Cuando cumplí los 60 leí en internet algo que hablaba del síndrome de Asperger. Mientras leía me iba sorprendiendo más y más, entonces me dije: «yo soy esta persona que están describiendo aquí» y pensé en todos mis remordimientos de conciencia, en las maldades que realicé y los pecados que cometí y después de reflexionar unos minutos me dije: «No soy el monstruo que me hicieron creer, soy inocente, fui desfigurado por mis educadores»

Si te digo la verdad, me avergüenza garrapatear aquí lo que pienso escribir, es decir, todas las cosas malas que hice, así como las que me hicieron a mí. Me ruborizo de pensar que mi esposa, hijos y demás familiares descubran la moneda falsa que soy, pero como dije, tengo ya 60 años, como quien dice estoy en la recta final y creo que para limpiar un poco mi cochambre voy a relatar como este servidor a quien a veces llamaré Drago, siguiendo el dictado de sus voces interiores causó un desmadre en el mundo. Ahora bien, no se vayan con la finta, no soy esquizofrénico, no escucho voces como si fueran reales. No. La voz que yo escucho es más bien la voz de mi conciencia y también a veces la vocecilla que te insita a cometer tonterías, travesuras y a veces maldades mayores, en realidad no son voces, son pensamientos como relámpagos pero que se te meten impetuosos.

Como no soy escritor, vas a dispensar que escriba sin reparos, de todos modos yo se que me vas a entender.

Nací en la colonia Cuauhtémoc, barrio más tranquilo que las colonias de al lado, la Roma y la San Rafael, mucho más tranquilo que Santa Julia que está cruzando el río que desde aquel entonces entubaron. Cuando vine al mundo mi madre ya llevaba 2 abortos espontáneos, así que cuando nací, nuevecito de 9 meses, ¡tómala! que me fueran a poner Isidoro como a los dos hermanos nonatos anteriores. Me pusieron Jorge, me veneraron, me besuquearon y me consintieron hasta la madre, abuelas y tías, primos, vecinos, todos llegaron al pie de mi pesebre, todos, menos, Herodes, es decir, mi padre, quien se moría de celos.

Hoy me pregunto cual sería la razón de que mi jefa no hubiera podido gestar a los dos Isidoros, hermanos antecesores y pienso en dos posibilidades, la emocional (no descarto que ella haya sido también Asperger) o la de un útero que desechaba los embriones que percibía desvalidos para formarse como individuos potencialmente  sanos. Por lo pronto, sólo añadiré que después de mi nacimiento, mi madre pudo tener muchos hijos: tiro por viaje, tan es así que a mis 16 años de edad, cuando teóricamente yo ya podría ser padre, nació mi hermana R, la más pequeña.

¿De dónde me viene lo Asperger? De acuerdo a lo que he encontrado en la internet, creo que cuando el espermatozoide de mi padre y el óvulo de mi madre se enchufaron, mi ADN no era Asperger. El síndrome se generó después. Mis padres no se dieron cuenta, creían que el mundo en el que vivían era afable a pesar de que el estrato del que provenía mi padre era totalmente contrario al que vivió mi madre. Él era un niño desarraigado, callejero, carente de cuidados paternales, pero con libertad de movimiento, su padre fue alcohólico; ella, en cambio era una niña rica, encerrada entre los muro de su casona, y en un mundo pequeño-burgués solitario y silente.

Así que con estos padres me tocó nacer y yo creo que un poco a regañadientes. Tal vez el embrión que fui, captaba esas sutiles «vibraciones» que conectan a todos los seres. Tal vez el útero de mi madre hacía lo mismo y en conjunto intercambiaban la información de sus ADNs y recibían además las fuerzas magnéticas de un rechazo paterno y esto ocasionó la expulsión de mis hermanos nonatos. Tal vez en mi caso cambiaron algunas variables físico-cuánticas, mentales… ¡qué se yo! y el Cosmos simplemente dio su visto bueno para que yo naciera, condicionado a llevar el chip protector del aspergismo. Por favor, no me taches de loco tan pronto, analiza mi idea, acepta que existen fuerzas universales que actúan a favor o en contra de la selección natural. Los seres vivos no se reproducen con facilidad en entornos agresivos, los animales en cautiverio son un claro ejemplo al nivel macro que se presenta a nuestros ojos; pero a nivel micro, hay todo un universo de rechazados, de desechables o de condenados al patíbulo universal.

Mi padre me decía, cuando me reprendía o me «corregía» a cintarazos, que el era un pan dulce comparado con su propio padre, a quien no le importaba golpearlo aún estando dormido. Despertar de un sueño a golpes debió haber sido traumático para mi padre, así que cuando llegaba a casa y se encontraba con que alguna maldad había hecho yo, iba a mi cuarto y si estaba dormido, primero me despertaba (muy correcto él), me hacía levantar, me sometía a juicio sumarísimo y me condenaba a una sarta de cuerazos. Lo malo es que cuando empezaba a tundirme, caía (el) en un especie de éxtasis y se ciclaba sin poder parar hasta que algún acontecimiento como el grito de mi madre o mi desmayo fingido o real lo hacían reaccionar. Entonces gruñía: «¡qué no se vuelva a repetir!» mientras se metía el cinto en las trabillas del pantalón.

Reconozco que existieron, existen y existirán niños sometidos a maltratos físicos peores comparados con lo que yo padecí. En mi caso las azotainas, nunca fueron causa de una hospitalización, aunque si recuerdo perfectamente, las marcas de los cintarazos en mis piernas, perdurando por días en color y dolor. No cabe aquí exaltar mi sufrimiento, sólo vale para efecto de este relato señalar que aquel niño que fui yo estaba a merced del pánico. Tal vez no corría yo peligro de muerte, pero yo no lo sabía y vivía en un mundo contrahecho, el mundo cruel que abonó mi infancia. Como quiera, en honor a la verdad, no puedo decir que esto era una condición permanente, no, de hecho mientras mi padre estaba ausente, recuperaba mi niñez y la disfrutaba. Claro, no era una niñez plena, llevaba una tara: el freno inconsciente de la represión paterna.

¿Por qué fue mi padre tan duro conmigo? Creo que cuando arribé al hogar, lleno de mimos y atenciones de mi madre, disparé en el inconsciente de mi padre la imagen de un intruso, de un rival con cartas credenciales que podía libremente despojarlo de su esposa. Quizá racionalizó: «este niño necesita disciplina para ser un hombre de bien» nunca pensó que yo era un infante indefenso, recién nacido.

Tal vez por eso, utilizó su galanura, su capacidad de seducción y embarazó a mi madre dos veces más en el lapso de dos años, tal vez por eso, en aquella lucha desigual mi inconciente buscó entre su arsenal y sacó lo primero que encontró:  el desequilibrio. Pero ¿saben una cosa? No funcionó, el tiro se cebó, no tuvo efecto, además ya éramos tres polluelos clamando atención, en aquel nido.

El panorama se tornaba lúgubre. Yo, dragonzuelo aprendiz, debía ahora derrotar a «San Jorge» -vencedor de dragones-  y a su horda de retoños -mis hermanos- que usurpaban la leche materna que me correspondía. Bueno, así pensaba, mi inconsciente. ¿Qué hice entonces? Algo admirable. Cómo con mi corta edad no podía vencer al coloso de mi padre. El inconciente… mi inconciente, la inteligencia universal encapsulada en mi ser, buscó de nuevo en el arsenal y sacó una arma terrorífica: la muy temida poliomielitis. Mi apuesta era ahora «Todo o nada»

El ajedrez de mi aparato síquico movía sus peones. Cuando el ortopedista infantil refirió a mis padres que yo estaba infectado, mi madre aulló desquiciada.

Lo interesante de todo esto que planteo es que  mi madre, mi padre, mi hermana y mi hermano no nato, jugábamos un juego que, paradójicamente, ignorábamos. ¡Hagan sus apuesta, señores!

Mi hermano Isidoro percibió, desde el útero, que el juego era disparejo y también apostó todas sus fichas: decidió nacer prematuramente; corría el mes de junio de 1952. El juego se ponía interesante: Drago Vs. Isidoro, Cojera Vitalicia Vs. Sobrevivencia. Supe con el tiempo que mi madre me apostó a mi y que mi pobre hermano fue relegado a una incubadora. Tres meses después mi madre lo conocería, era un bebe muy pequeñito de apenas un kilo y medio. Me congratulo de su fiereza, luchó y triunfó. El prematuro de 6 meses venció a la estadística que apostaba 9 a 1 en su contra. ¡Hermano, que bueno que peleaste!, que bueno que aún siendo una criaturita indefensa, optaste por reclamar tu espacio en el planeta.

He tratado en los últimos años de entender por qué mis padres se portaron conmigo como lo hicieron, mis conclusiones son enteramente parciales, provienen de mi, de un asperger y cualquiera diría que están contaminadas, pero pensándolo bien, ¿existe la verdad absoluta? ¿Alguien podría decirme que mis padres actuaron bien y que yo nací con un gen al revés? Bueno, discutir esto no nos llevaría a ningún lado, así que mejor te cuento la neta. Mi neta y empezaré por la historia que yo conozco de mis antepasados.

En diciembre del año de 1939 una terrible desdicha empañó la vida feliz de la familia de mi mamá: los Burgos Nieto. Amanecía cuando el joven de 21 años Isidoro Burgos llegó a su casa. Según me contaron, estacionó su auto a un lado de la banqueta para bajar y abrir el portón. En ese momento el motor falló y se detuvo. El joven sacó una linterna que guardaba debajo del asiento, abrió el cofre  y comenzó a inspeccionar el motor. El velador del vecino de enfrente creyendo que alguien merodeaba en el carro de su patrón, dio la voz de alarma: ¨¡Patrón, le roban su coche!¨

El viejo salió a la puerta de su casa atolondrado con tremendo pistolón en la mano. El joven gritó «buenas noches». El cabrón, sin más, le disparó. El trueno quebró el silencio de aquella noche decembrina. Los perros ladraban enloquecidos mientras aquel hermano de mi madre agonizaba en un charco de sangre. Hoy puedo imaginarme como en un flash back, las ventanas iluminadas del vecindario, los gritos, los alaridos, la policía, las ambulancias. Isidoro Burgos Nieto yacía muerto, irremediablemente muerto.

Esa noche en casa de mi madre la tragedia se cernió cruel y descarnada: imagino los alaridos de dolor de mi abuela, la cara estupefacta de mi abuelo, la sorpresa de mi madre. ¿Supo ella en esa misma noche del asesinato de su hermano o nadie se ocupó de avisarle y continuó durmiendo hasta el día siguiente?  Puedo figurar la imagen, en aquella calle horrorosamente negra, del homicida: pálido, despeinado y asustado. Dicen que arguyó ante el juez: ¨No veía bien… era una sombra la que se recortaba frente a mi… la sombra hizo ademán de sacar una arma… no quise correr riesgos, apunté y disparé¨

Buen tirador el tipo, le pegó entre la boca y la nariz.

Así empezó el calvario de los Burgos Nieto, con la muerte del primogénito, el hijo idolatrado. Joven de 21 años, casado y con una hija de 2 años.

Aquel vecindario, como casi todos, tenía su pandilla de chamacos, también ellos guardaron luto, admiraban y seguían a su héroe: el carismático Isidoro, recién asesinado. Durante el funeral sólo una personita se acercó a consolar a la única hermana del difunto: la solitaria de siempre, la tímida y callada joven de 13 años. El compasivo era «Cocoy», uno de aquellos chamacos, un niño de 14 años absorto y afligido. Se acercó a ella, la abrazó, secó sus lágrimas y desde entonces nunca más se separaron.
Tras la muerte de mi tío, aquel hogar naufragó. Los abuelos optaron por hundirse, cada día un poco, la daga que la tragedia les había clavado en el corazón. Ni la nieta huérfana, ni la nuera viuda, ni la hija solitaria les aportaban el mínimo consuelo o aliento de vida, así que cuando en 1946 mi madre les anunció su intención de desposarse con «Cocoy», el vecino. ¿El mugrosito de enfrente? Si con él , el destino clavó el clavo que faltaba al ataúd.

Poco a poco la desgracia se hinchaba. Don Isidoro, mi abuelo, cegado más por el duelo que por la diabetes suplicó a mi madre: «Espera a que recupere la vista, quiero verte de blanco, radiante cuando te entregue». ¡Terrible súplica! pero la fuerza del amor por Jorge pudo más: «Lo siento, no puedo esperar»

El 12 de mayo de 1946 en la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, Reina de la Paz, Don Isidoro Burgos, apoyado en un bastón de madera labrada, rodeado de concurrentes escuchó los primeros compases de la marcha de Mendelssohn, tragó saliva, carraspeó un poco, buscó a tientas el brazo de su hija y tal vez pensó: «¡Ni pedo!» Tropezó con la cola de la novia, le arrancó un pedazo de velo, trastabilló, se fue de bruces. Su hija lo ayudo a incorporarse. Recuperó el equilibrio, se alisó el frac y continuó caminando muy despacio. Se escuchó una voz chillona: «¡Alto!» dijo la tía Chona, «rápido consigan un alfiler de seguridad». Apareció el alfiler, se remendó la cola y continuó el cortejo, aquel «paseíllo» que le arrebataría para siempre a Soledad, la hija solitaria a quien nunca supo ver. La marcha nupcial atronaba en la bóveda del templo. Don Isidoro se diluía en la alfombra.

Como dije antes, mi madre quería un bebé. Después de muchos intentos logró embarazarse pero a los tres meses tuvo un aborto espontáneo. Intentó nuevamente y después de largos meses volvió a embarazarse. A los 4 meses, otra vez perdió al bebé. La tercera fue la vencida: Es decir, yo.

Mi infancia ciertamente fue difícil, fui creciendo poco a poco y nadie se daba cuenta de mi síndrome y ¿cómo podrían hacerlo si el síndrome Asperger se reconoció apenas en los 90s? El caso es que aquel niño que fui, sufría. Me aterraba mi soledad, el mundo me era hostil y al mismo tiempo falso.

Era claro que mi mente acosada tomó el camino más corto que encontró, optó por refugiarse en el síndrome, quizá otros casos son conducidos hacia diferentes maneras de evadir y/o manejar la realidad y aquí es donde difiero de la ciencia cuando dice que éstas conductas son patológicas y/o genéticas.

Mis padres eran para mi unos seres extraños, personas lejanas en las que no confiaba porque no me daban afecto. Los objetos que me rodeaban me parecían de tramoya, artificiales, sospechosos. Es cierto, mi madre me abrazaba, pero mi sensibilidad de infante me dejaba ver que no me amaba. Muchos años después, leyendo a Erick Fromm y a otros sicoanalistas, identifiqué la conducta de mi madre como la de una mujer posiblemente tan Asperger como yo: solitaria, necesitada de afecto y estéril para prodigar amor genuino; por otro lado mi padre era aún más distante, inalcanzable, él no tenía características de Asperger sin embargo en el plano afectivo, yo, su hijo, no le significaba nada, aunque velara por mi crianza.

¡Cómo me hubiera gustado haber sido amado, con ese amor nutricio que busca proteger y criar! No se sí mi madre me amamantó, sí me apapachó, sí me abrazaba cuando lloraba. El caso es que yo detecté, así de pequeñito como era, que no había arribado a un mundo para recibir, sino más bien donde se me exigiría dar. ¿Fueron estas vivencias las que determinaron mi conducta? No lo sé. Lo que si puedo decir es que mucho nos equivocamos al pensar que amamos cuando en realidad lo que hacemos es usar a los otros para exigirles amor.

En este momento mi subconsciente me pasa una tarjeta: «Madrecita preciosa, adorada madre mía, ¿adonde estabas mientras mi padre descargaba sobre mi  todo el peso de sus frustraciones, sus celos, sus rencores y amarguras? ¿Por qué presenciabas inamovible el sadismo prepotente que se cometía en el cuerpecito inofensivo de quien era también tu hijo? Luego, cuando crecí hasta volverme un hombre, por qué nunca salieron a la luz estas complicidades: todo era aparentar orden, nunca pude reclamarte cara a cara tu participación pasiva hubiera sido impensable, un sacrilegio. ¿En verdad fui ese hijo tan deseado por ti?» ¿Cómo fue que no me defendiste? Intuyo que cuando presenciabas aquellos maltratos frenéticos estabas tu también presa de pánico, es la única explicación que encuentro, pero aún así mirándome a mi mismo descubro que yo nunca hubiera hecho de la vista gorda ante una golpiza a una de mis hijas ni ante el más fiero verdugo, aunque en ello me hubiera ido la vida y esto vale para todos y cada uno de los miembros de mi familia. Hoy me doy cuenta de que ciertas fuerzas síquicas disfrazaron y encubrieron las conductas pasivas de aquella época y todos nos fuimos con el engaño: El villano era mi padre, mi madre era la encarnación de la beatitud. Con esa idea crecimos y cuando ella perdió a su madre, la última miembro de su familia ascendente, el calificativo de mártir se volvió etiqueta y siguió puliéndose con el devenir de los años.

 Convengo que el papel del ogro se le adjudicó al macho de la familia y que era impensable hasta el día de hoy insinuar que mi madre fue una mujer manipuladora.

Estoy convencido de que la forma de ser de mis padres fue la causa directa  de la marca que llevo tatuada en cada palmo de mi ser y que dice «Asperger»

 Fue en 1956 cuando ingresé a la escuela primaria Presidente Venustiano Carranza. Llegué arrastrando mi soledad. No me atrevía a hablar con nadie, no obstante descubrí que los libros, que abundaban en la biblioteca de mi casa, me entretenían y podía refugiarme en  ellos. Los hojeaba, disfrutaba de su aroma y me encantaba repintarlos añadiéndoles, colmillos, ojos, pelos, miembros, sangre, estropeé así muchas ilustraciones de compendios pictóricos, me llamaba especialmente la atención lo obsceno y lo procaz. Tal vez mi intención escondida fue causar revuelo con esta conducta, pero en realidad nunca logré llamar su atención con este proceder. Tampoco pude impresionarlos con mi dislexia. Y como a nadie le importaba aprendí a escribir al revés. Mi nombre no era Jorge sino egroJ.

 En mi caso no tuve que luchar contra terapeutas ya que en mi primera infancia y adolescencia temprana no acusaba perturbaciones mentales «dignas de tratamiento»; para todos yo no era más que un niño «raro».

La época de la primaria me permitió interactuar con diferentes personas, aunque en 1º y 2º lo único relevante que ocurrió fue mi primera «pinta», la realicé en solitario, simplemente me llegué a la inmediaciones de la escuela y desde lejos esperé a que cerraran la puerta, luego me dediqué a vagar por ahí un rato hasta que no supe que más hacer, así que me regresé a casa, claro que fue un error garrafal ya que me dejé ver. «Se me hizo tarde» pretexté al verme descubierto, pero de nada me sirvió, pues no tenía una coartada que lo justificara, por supuesto hubo represalias de mi padre.

3º fue un año difícil, seguramente mi comportamiento «taimado» no le cayó bien al maestro Roberto.

En una ocasión se me ocurrió presentarme a la escuela luciendo sendas polainas de montar, eran como tacos de cuero que se colocaban envolviendo  las pantorrillas, se abrochaban y servían para no espinarse los pantalones al cabalgar; pertenecieron a mi abuelo Isidoro, quien había tenido rancho y caballos; esto bastó -y como no habría de hacerlo- para llamar la atención de toda la escuela. A partir de entonces el maestro Roberto me apodó «El Botas» y acentuó su bulling hacia mi. Como esto afectó mi desempeño y mi madre se dio cuenta del maltrato, me cambió de escuela. Fue cuando hice amistad con Beto y Rafa, ellos fueron mis amigos de toda la vida.

En 1962 por primera vez compartí escuela con mi primo Yeyo. Entramos a la Secundaria pública #3.

Ha llegado el momento de hablar de quien considero fue la persona crucial para mi vida, quien sin proponérselo funcionó como catalizador para sacarme del mundo insípido y hosco donde me encontraba. Se trata de mi primo Sergio Murguía, el tercer hijo de Teresa, la hermana de mi padre a quien llamábamos El Yeyo, un niño apenas un año mayor que yo. Los Murguía eran una familia de gente sencilla y campechana, vivían con carencias, pero eso no parecía afectarlos. Nos visitábamos constantemente y celebrábamos llenos de algarabía los cumpleaños de cada chico, las posadas navideñas y muy especialmente las celebraciones de la independencia, cuando mi padre nos llevaba a todos en palomilla a Chapultepec a «tronar» cuetes y brujas.

El Yeyo no se propuso ayudarme explícitamente, simplemente coincidimos en este Universo, ser primos nos mantuvo cerca uno del otro; pero también la ausencia de malicia en nuestra relación contribuyó a que nos apoyáramos mutuamente sin reparar  en nuestros defectos. Aunque, a veces, por ser yo más chico y gozar de una posición económica ligeramente mejor, el Yeyo me engatusaba trocando sus baratijas por mis pertenencias. Si algo mío le gustaba, me lo cambiaba por alguna minucia corriente y esto duraba hasta que mi madre se daba cuenta y enardecida, acudía ante mi tía Teresa para quejarse y reparar el desigual trueque. Yo, inocente como ya dije, no me daba cuenta, de hecho me sentía muy mal cuando mi madre intervenía en mis transacciones y me echaba a perder aquellos tratos en los que no veía desventajas.

Lo cierto es que yo admiraba a mi primo, me encantaba escucharlo y seguir sus enseñanzas; esto de alguna manera mitigó la acción paralizante de mi síndrome. Fue el Yeyo quien me abrió los ojos para salir de la ignorancia en que me tenían sumido mis padres, maestros y mentores religiosos. De hecho escapar de aquella celda donde se me manejaba a través de mitos, mentiras, y amenazas fue una aventura maravillosa, porque me les escapé, oh si, me les fugué en sus propias narices y les hice creer que aún me dominaban cuando en realidad ya me había liberado de sus grilletes. Esto me remite a una reflexión pertinente: ¿De que sirve controlar a un niño con mitos y mentiras? ¿Por qué no apelar a la razón y el buen juicio de los niños y manifestarles el mundo tal como es, antes que engañarlos? Porque en mi caso personal se me vedaron todos los conocimientos de la reproducción, lo sexual, lo escatológico, lo relacionado con la muerte, y en cambio se me aterrorizó con los conceptos de pecado, castigo y fuego eterno.

No puedo negar que al sentirme sin venda en los ojos, un poco poseedor de la «verdad» (una verdad esculpida por mi primo) me sentí superior a mis carceleros, por primera vez conocí la libertad y me regocijé de estar frente al gran jurado de adultos sabiendo que ellos no sabían que yo sabía. A partir de este momento, Sergio y yo, escuincles solitarios de 9 años, decidimos dejar la «pendejez» de los niños, ahora éramos hombres, habíamos dado el paso, podíamos fumar, decir palabrotas, hojear revistas pornográficas.

Definitivamente la asesoría de mi primo fue mi redención, fue aquí, donde mi Síndrome de Asperger recibió su mejor tratamiento terapéutico. No obstante, mi lucha no terminaba en este punto, al contrario, como Adan desterrado, había probado el fruto del conocimiento y ahora debía manejarlo, pero, como en el mito del paraíso terrenal, debía cargar con un lastre y este fue el monstruo que el Yeyo no fue capaz de exorcizarme: La culpa.

Los padres y educadores que lean esto, seguramente lo reprobarán, no los culpo, los tiempos han cambiado, sin embargo yo mantengo la hipótesis de que la circunstancia que me abrió la puerta para superar mi síndrome, fue precisamente el desconocimiento de que yo padecía de esta peculiaridad, no recibí ayuda especializada, no tuve cerca a un terapeuta, en todo caso mi terapeuta fue un niño como yo, libre, ingenioso, audaz.

Me encontraba enredado entre mi  «timidez», la disciplina de mi padre, la manipulación de mi madre, y el catecismo del padre Ripalda. Todos ellos elementos ásperos, incisivos y difíciles de manejar para un niño que recién se daba cuenta de la hipocresía del mundo que lo rodeaba.

Pero el Yeyo me adiestró en el arte de simular, poco a poco me di cuenta de que para contrarrestar el dominio que sobre mi se ejercía, debía fingir inocencia. Mentir se convirtió en mi pasaporte a la estabilidad. Hoy descubro que mentir no fue un pecado sino un escudo, era importante engañar, y hacerlo bien de otra forma volverían a encadenarme. Los Asperger, lo mismo que los autistas, podemos ser genios (no es mi caso). Nos apartamos de la norma porque tenemos características diferentes y una de ellas es precisamente la inteligencia. Obviamente esta facultad es nuestra mejor herramienta para sobrevivir: yo personalmente creía vivir en un mundo de engaños donde debía ser más listo que los engañadores, por lo tanto tuve que cultivar artilugios y estratagemas para burlar los obstáculos reales o ficticios que observaba en mi camino. La lucha era permanente, el reto era llegar a dominar la simulación tanto, que pudiera pasar desapercibido. Obviamente esto era una ilusión, porque mi vida consistía en una representación interminable, repleta de trampas impuestas por el temor y la nula autoestima. ¡Qué diferente hubiera sido mi vida si me hubieran nutrido con amor!

Obviamente los adultos notaron mi cambio, pero lo adjudicaban a mi debut en «la edad de la punzada» y al bagaje de rarezas que me caracterizaba. Afortunadamente no tomaron cartas en el asunto aunque cuando se dieron cuenta de cuanto estaba influyendo en mi vida mi primo, se rasgaron las vestiduras, hablaron conmigo, me dijeron que esa amistad no me convenía y se dedicaron en un principio a bloquearnos. ¡Que ciegos estaban! Sin embargo al poco tiempo se cansaron del esfuerzo que implicaba estar pendientes de nuestras vidas, así que se relajaron y nosotros, hábiles para escabullirnos continuamos frecuentándonos.

La adolescencia tocaba a mi puerta mientras yo veía azorado como un ejército de hormonas volteaba patas arriba mi metabolismo. Ningún adulto se había tomado la molestia de advertirme los cambios que se avecinaban en mi organismo. Mis padres no se involucraban con mi desarrollo, yo ya no era un niño; ante mis cuestionamientos contestaban como siempre: con evasivas o simples analogías mitológicas, me mantenían a raya dentro de mi propia imaginación, único recurso con que contaba para explicarme el mundo. Pasé un tiempo en aquel limbo hasta que un día, le pregunté al Yeyo si el sabía por qué los perros se quedaban «pegados por sus traseros». Tal vez entonces me miró, tal vez hasta suspiró y tal vez me dijo: «¿Prometes no decir lo que te voy a platicar?»

Mira, me dijo, ya es tiempo de que sepas y comenzó a relatarme con palabras altisonantes su cátedra sobre reproducción animal y humana; yo lo escuché ávido. Hice preguntas y fui llevado por los vericuetos de su alucinante imaginación. Los días que siguieron fueron de complicidad. Mi primo me había abierto las puertas a un mundo desconocido donde bullía el sexo y las palabrotas, de pronto me infiltraba en un ambiente que antes me había sido esquivo y vedado. Al recibir mi bautismo como “macho” era libre para blasfemar, escupir y fumar. Cuando me confió aquellos secretos yo quedé estupefacto, verdaderamente había sido yo un niño cándido, enclaustrado en una cajita de cristal. En el lapso de una semana me impartió una cátedra de obscenología, desplegó ante mis ojos revistas pornográficas, quitó los candados a su boca para adiestrarme en el lenguaje cifrado de los albures y me enseñó el “arte” de los piropos maliciosos. El curso fue intensivo y ciertamente yo no fui un mal alumno. A partir de entonces nuestra relación se transformó, nos hermanamos aún más, nos volvimos confidentes: «el bajo mundo» no sería en adelante una tierra prohibida. Mi paso a este universo vetado, fue una especie de redención, o al menos, así lo viví. Dejaba la cáscara, el capullo de la ingenuidad que me condenaba a ser el niño bueno de mami, para convertirme en el «macho» que tanto merodeaba entre bisbiseos y rumores de los adultos que me miraban con simulación.

Estos hechos ocurrieron cuando apenas cursaba el 6º de primaria, año escolar en el que la clase de biología, llamada en aquel entonces «Ciencias Naturales» me ofrecía apenas algunos destellos de lo que escondían los mayores. Cuando El Yeyo me abrió los ojos, regresé a mi salón de clases transformado. Se acabó el chico cándido y emergió, diría yo, un hombrecito, que aunque con información distorsionada, al menos estaba del lado de la verdad. Mi Sonrisa socarrona y la mirada que dirigí a mis compañeros les decía «Lo se todo… y más». Fue así como «los poseedores de la verdad» pudimos identificamos y formamos chorcha.

Curiosamente, por el simple hecho de conocer lo que era pecaminoso, se nos había abierto una gran puerta, la compararía inclusive con la loza rodante del sepulcro de mi resurrección, el paso al mundo de los vivos. Ahora podríamos echar «madres», éramos finalmente «machos». Supongo que la maestra, y los no emancipados se dieron cuenta de mi cambio, pero no dijeron nada, ¿Qué podrían haber dicho? Yo, asperger, me fortalecía. Ni Sigmund Freud me hubiera ayudado tanto como mi querido primo El Yeyo lo hizo.

Hay muchas formas de abusar de los niños, una muy perversa es mantenerlos en la ignorancia.

El Yeyo, como ya lo he mencionado, fue, sin proponérselo, mi terapeuta. Él representaba a los ojos de los demás un elemento nocivo para mi desarrollo, cuando mi «problemática» ni siquiera había sido reconocida. Yo creo que su influencia pudo haber sido fuera de lo común, pero aún así, en el plano de mi autismo, funcionó como un catalizador positivo.

Llegamos al 1º de secundaria y como muchos otros niños de la época deseábamos tener nuestro «club», así que tomamos posesión de un gallinero abandonado ubicado al fondo del patio de mi casa. Para ataviarlo a mi primo se le ocurrió que lo adornáramos con emblemas automotrices y para conseguirlos discurrió que los robáramos de los autos del vecindario. Esta acción marcó mi vida pues se trataba de una falta impensable en el seno familiar aunque quizá para El Yeyo no significaba más que una travesura. Despojamos así a varios autos de sus escudos de marca. Nash, Ford, Chevrolet, Cadillac, Buick, etc. algunos parecían auténticos blasones de armas con imágenes de leones rampantes, águilas bífidas, etc. Después de haber recolectado una decena de estas molduras, nos dimos a la tarea de buscar desafíos mayores. Aston Martin y Alfa Romeo nos parecían sumamente apetecibles, así que desarmador en mano no dirigimos a la embajada de Italia  ubicada en la calle de Varsovia.

Antes que nada estudiamos el terreno. El garage de la sede era largo y dentro estaban estacionados 5 autos. El penúltimo era un Alfa Romeo. El portón enrejado no sería problema pues carecía de cerrojo y bastaba empujarlo para introducirse. En realidad el problema principal sería pasar desapercibidos. Echamos un volado, a él le tocó «dar el golpe» mientras que yo «echaría aguas» Despejamos el área, entró, apalancó el desarmador y arrancó la figurilla de la cruz y la serpiente pero tuvo que agazaparse de inmediato pues un señor había salido del edificio y se dirigía precisamente al garage. El tipo subió al último auto, lo echó a andar y lo sacó de la cochera para estacionarlo fuera, cuando miraba hacia atrás mi primo se escabulló y rápido se puso a mi lado. El tipo seguramente nos miró de reojo y volteo hacia nosotros; el Yeyo no se amilanó y sonriente le saludó como si lo conociera. El tipo se le quedo mirando fijamente, sonrió, bajó del auto y dirigiéndose a nosotros nos dijo:

– Hola, ¿que hacen por aquí? -inquirió.

-Pues venimos a ver si nos podrían dar un mapa de Italia -contestó nervioso.

– Conque un mapa de Italia ¿eh? ¿A poco van a viajar para allá?

– No, en realidad es para una tarea de la clase de geografía.

– Oquei -dijo mientras se dirigía al Alfa Romeo- pasen por aquella puerta, ahí les informarán.

Muertos del temor de que fuera a descubrir nuestro bandidaje, entramos a la recepción de la embajada, ahí nos atendió una recepcionista de ojos verdes muy guapa, le preguntamos por el mapa, nos pidió esperar y taconeando con paso sensual se perdió de vista por un pasillo, luego regresó con un sobre donde venía el mapa. El Yeyo lo sacó y desplegó preguntando a la chica si sabía en cual de las ciudades ahí mostradas fabricaban los autos Alfa Romeo. La chica lo miró sonriente y le dijo que en Milán, cerca de Bolonia, acto seguido se puso a buscar junto con nosotros hasta que la localizamos.

– Eco cuí -dijo señalando la ciudad cuestionada y con un lapiz marcó una crucecilla. Sobra decir que yo estaba que me moría de ganas de salir corriendo, aquello era demasiado para mi.

Ya en la calle el Yeyo aspiró profundamente el sobre conteniendo el mapa; olía a la fragancia de la bella oficinista que tan amable nos había tratado sin sospechar la clase de granujas que éramos.

Robar escudos era excitante y cargado de tensión, pero nosotros como rateros, éramos sólo unos novatos, actuábamos sin otra estrategia que vigilar uno y “asestar el golpe” el otro.  No contábamos con que los vecinos se habían dado cuenta de aquel vandalismo espontáneo y estaban a la caza de los delincuentes. Una tarde nos pillaron. El trauma de verme acorralado por varios adultos dispuestos a golpearnos fue aterrador. Al Yeyo lo atacaron por la espalda dominándolo de inmediato, yo, sin saber de lo que era capaz un ser humano sitiado, salté al cofre de un auto y aunque me atraparon un pie, pude sacudirme la mano con la que me aferraban, tan sólo para caer de bruces y ser plenamente dominado. Los gritos de nuestros cazadores eran de triunfo “¡Los agarramos!”, “¡Llamen a la policía!” Alguien me tenía sujeto contra el suelo, me sometía torciendo mi brazo hacia atrás de la espalda y aprisionándome de los cabellos contra el pavimento. Mi corazón quería salírseme por la boca, sudaba copiosamente y sangraba por la nariz.

Mientras veía el pavimento a una pulgada de mis ojos y respiraba el polvo de aquella calle sucia, me daba cuenta, aterrorizado, de que debutaba  como delincuente.

Pronto llegó una patrulla y al darse cuenta de que éramos menores de edad, nos llevaron en turba a la casa de Río Danubio. Mi madre no daba crédito a lo que escuchaba de boca del oficial de policía y del tumulto de vecinos que manifestaban airados su irritación. Afortunadamente gracias a la promesa de mi madre de reparar los daños, no fuimos consignados al Tribunal para Menores.

Cuando el oficial de policía nos presentó ante mi madre y me pidió devolver el botín, yo corrí al gallinero, desocupé una polvorienta bolsa de papel donde se encontraba el botín, regresé de inmediato y entregué el producto de nuestras fechorías. Mi madre retuvo la vetusta bolsa con el cuerpo del delito y prometió al oficial devolver los escudos a sus dueños.

La consecuencia de nuestra incursión en la delincuencia fue demoledora, mi padre, como castigo, me flageló las manos a cintarazos, amén de la restricción terminante de salir a la calle y alternar con mi primo por un mes. La mesada me fue suspendida hasta que se igualara a la reparación de los daños que mi padre había ya solventado.

Después del mes de encierro tuve que pasar por la peor de las sanciones: la vergüenza de caminar por mi calle y saberme blanco de las miradas.

Pasó el tiempo y pude volver a ver a mi primo. Gracias a su “hazaña”, él, sin remordimientos, se había convertido en el admirado héroe de la palomilla, el adalid que se había atrevido a profanar los sagrados símbolos de prestigio de los vecinos más adinerados. Yo también recibí algo de reconocimiento y eso subsanó un poco mi vergüenza, pero no estaba muy seguro de querer ser el lugarteniente del Yeyo así que me mantuve a prudente distancia

Esta situación no fue bien vista por mi madre, quien veía a mi primo como una influencia diabólica. ¡Que curioso! ¿no? El «buen juicio y las buenas costumbres» coptaban mi camino hacia la integración social.

Es claro que ni mi madre, ni la fanática tía Chona que la aconsejaba, tenían a la vista el panorama completo. Ellas, quizá con la buena intención de protegerme, me segregaban del verdadero mundo: el mundo de la cruda realidad. La tía Chona se empecinaba en que me metieran al seminario y por lo mismo hacía hasta lo imposible por acercarme a la religión.

Pocos años antes de que mi primo me quitara la venda de los ojos fui sistemáticamente empujado por influencia de la tía Chona, a las tradiciones católicas, esto incluía rezos, catecismo y ceremonias masivas. Todavía recuerdo como una pesadilla aquellas misas de requiem de 3 padres que cada año celebraban en el Templo Expiatorio de San Felipe a mi finado abuelo Isidoro a instancias de otra nefasta tía, me refiero a Dolores Burgos Mora. Mis recuerdos de aquellas misas me refieren a algún tipo de película surrealista en donde 3 sacerdotes ataviados con sendas casullas negras bordadas con hilos dorados sahumaban un ataúd de tramoya bisbiseando en latín salmodias, mientras la nave del templo se inundaba con las notas de un órgano que cantaba el «Dios mío, Dios mío, acércate a mi» para que así Dios rescatara del purgatorio a mi difunto abuelo.

Parecía que aquellas misas, tan ritualizadas y llenas de teatralidad debían durar tanto como su costoso reembolso. Pero la pesadilla además implicaba trajecito, corbata, camisa almidonada y para cerrar con broche de oro desayuno en Sanborns.

Ahora que me contemplo a la distancia, convengo en que mi retraimiento se llegó a presentar como una maldición, como un pozo sin posibilidades de ser rebasado; por eso cuando cumplí los dos años de edad mi inconsciente recurrió como último recurso a la poliomielitis. El inconsciente no razona, simplemente actúa y se parapeta tras lo que esté a su alcance sin reparar en consecuencias. El inconsciente es además poderoso y combativo, es un mecanismo de defensa que nos defiende de la amenaza inmediata aunque después nos arroje a un precipicio. Afortunadamente para mi, el tipo de infección que adquirí fue la polio tipo B, menos agresiva y su ataque no me dejó secuelas graves como la de renquear, además me otorgó la calidad de damnificado, lo que ayudó a suavizar los ataques de mi padre.

Lo que no dejo de ver es como las condiciones que me rodeaban se combinaron para dejarme salir de aquel pozo. Si yo no hubiera caído en manos de un buen ortopedista, o si, más tarde, mi primo no hubiera estado cerca, o si no hubiera tenido la opción de escabullirme de mi casa y convivir con otros niños; tal vez el síndrome se hubiera apoderado de mi con más saña, dejándome menos opciones de desarrollo; probablemente mi inconsciente hubiera optado por refugiarse permanente en el autismo.En definitiva, mi recuperación parcial del síndrome asperger agudo fue debida a una conjugación favorable de factores. ¿Dejaría fuera de esta narrativa a mi fiel Doby? Desde luego que no. Y se que ese can, tan cercano a mi vida, siendo una criatura sin raciocinio, me brindó un fuerte asidero emocional para superarme. Hacia las veces de un terapeuta dispuesto siempre a escuchar, sin juzgar, ni advertir; en todo caso, los consejos brotaban del fondo del silencio que nos unía.

31 octubre 2020 Posted by | salud, Superación personal | , , , , , , , , , , , , , , , , , | Deja un comentario

70 elefantes son muchos

Escribo desde este lado de la raya, si, ya pasaron 70 elefantes rechonchos frente a mi tienda de campaña, algunos se enredaron con los tirantes, otros metieron su trompa por entre la cortina, barruntaron, el susto fue terrible, sobre todo con aquel mastodonte que me cayó cuando soñaba que la Tierra toda se zurraba en el toilette del Cosmos. 70 si, carambas rebasé ya por 6 el anhelo de mis queridos The Beatles que tanto me hacían  y me hacen aún vibrar con la rola When I’m sixti four. 70 veces siete es el adagio bíblico que dice cuanto debo perdonar cuando caigo en la cuenta que soy yo quien debe ser perdonado. ¿Por qué?… si, por qué debo ser perdonado. Y cuando me baña esta pregunta sunami, me arrastra por sobre las arenas de mi desgracia. ¿Estaré cometiendo el pecado que no se perdona nunca? es decir la soberbia? porque a decir verdad y a pesar de que reconozco mis crímenes, me declaro inocente. ¿Como voy a ser culpable de mi misoginia temprana si así fui educado por el hombre que balaceó a mi madre?  Claro no tiró a matar sólo a asustar. 70 tardes y 70 noches de cada trimestre me visitó Barrabás, el grotesco gnomo del remordimiento. «¿Comó fuiste capaz, Jorgito?» me dice al oído mientras yo trato de concentrarme en mi mantra sagrado: «Vene sancte spiritu».

Vene sancte spiritu a la mierda. No mi querido Jorgito setenton veo a todos lados y no aparece la magistral paloma, ni el viento recio que proclamaron las Escrituras. Miro en tu coco, adentro, claro, y solo encuentro el desorden que dejaron los proverbios familiares. Fue duro haber nacido ahí, ¿quien me manda?, fue duro haber sido maltratado y ninguneado. No me violaron ni abusaron de mi libidinosamente, eso hubiera sido mi fin. Me dejaron una patita y con ella me arrastre hasta hoy, hasta este día de julio en que me descubro, me cuesta decirlo, anciano.

Pero a ver, a ver, no nos perdamos. Ven aquí Barrabás, gnomo perverso, quiero que desembuches, que cantes como en un corrido mis hazañas, mis quebrantos y que expliques por qué, después de mis pecados me encuentro en gracia siendo desgraciado, ya se que tu no escribes, sólo hablas. Hazlo pues.

Dices que la médula de mi problemática es el género; que me parió una mujer; que cuando nací y miraron mi pene, se vieron unos a los otros y dijeron simplemente «es niño» ( no había ecografias en 1950) No se imaginaron, como no se imaginan ahora la responsabilidad que significa tener ese apéndice que nos diferencía de las mujeres. Ahora te pregunto Barrabás: ¿se defraudaron mis padres cuando vieron que el recién nacido era  hombre? ¿no? entonces por qué me castraron, por qué anularon mi masculinidad. Contesta gnomo compañero

1 octubre 2020 Posted by | Sin categoría | , , , , , | Deja un comentario

Nací Cucaracha

Nací cucaracha y pagué el precio por haber nacido cucaracha, nací tarántula y pagué el precio por haber nacido tarántula, nací serpiente y pagué el precio por haber nacido serpiente, nací varón y pagué el precio por haber nacido varón. Yo no elegí, fue el destino quien me puso en el cadalso. Yo simplemente respiraba y crecía y pensaba que eso era vivir. Me trataron como a los perros bravos: encerrado, golpeado y regañado. Así crecí: hosco, dispuesto a tirar la dentellada, esclavo de mi biología, de esos instintos proscritos con el látigo de la amenaza, con el temor de ser frito en el infierno por haber nacido cucaracha.

1 octubre 2020 Posted by | Sin categoría | , , , , , , , | 2 comentarios

TE BUSCARÉ HASTA ENCONTRARTE (Homero Ontiveros)

31 May 2019 Posted by | Música | , , , , , , | Deja un comentario

DIFERENCIAS NEUROLÓGICAS EN LOS SERES HUMANOS.

7 agosto 2018 Posted by | salud | , , , , , , , , , | Deja un comentario

CURSO TALLER DE COLUMNA POLÍTICA

Impartido por Ximena Peredo Rodríguez, editorialista del periodico El Norte

https://web.facebook.com/events/1889842621076232/

7 agosto 2018 Posted by | literatura | , , , , , , , | Deja un comentario

10 TIPS PARA ALCANZAR LA FELICIDAD

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1.- Primero que nada, no te afanes en perseguir a la felicidad. Ocúpate de vivir amorosamente y la felicidad te seguirá. Como dijo W. Dyer: No hay camino a la felicidad, la felicidad es el camino.
2.- Abre tu ángulo de visión. Tu mente no deja de bombardearte con pensamientos. Si estos son relativos a problemas o preocupaciones, te sumirás en un pozo de insatisfacción, insomnio y tortura. Para abrir tu ángulo de visión necesitas salir de tu mente, de tu cuarto, de tu casa, respirar aire puro, convivir con la naturaleza, es decir, requieres romper la necedad de tu mente de ahogarse en un vaso de agua. Hay varios canales que pueden ayudarte: dibujar, pintar, armar un rompecabezas, en fin, salirte de tu visión de tubo. Un paseo por el parque es excelente, 20 minutos de meditación resultan mágicos.
3.- Se congruente no traiciones tus valores, ni a tu conciencia, no cedas a las tentaciones de romper con tu moral. El Universo tiende al equilibrio y te dará los medios para ser feliz si respetas sus principios.
4.- Ejerce tu libertad ya. La esclavitud difícilmente te traerá la felicidad. Libérate de tus capataces: los deseos, los temores, los vicios, las personas dominantes, la mercadotecnia, el consumismo.
5.- Ama a los demás, saluda, sonríe, abraza, besa, alienta, escucha, manda emails, llama por teléfono, consuela, comprométete con tus amigos, involúcrate con tu sociedad, ayuda a los necesitados, dales tips a tus compañeros de trabajo, aconseja sin sermones, participa en tu comunidad, involúcrate en la política, protesta contra la injusticia, protege al débil, alimenta, promueve la vida, etc.
6.- Acaba con el egocentrismo. La felicidad llegará sin que nos demos cuenta cuando estemos dispuestos a compartir todo lo que somos, todo lo que sabemos, todo lo que tenemos; cuando aprendamos a callar, a ceder el paso, a reconocer nuestra ignorancia; cuando dejemos la prepotencia, la ostentación y el autoritarismo; cuando seamos tolerantes.
7.- La felicidad es un estado espiritual de complacencia con la vida. Es un regalo de la creación para quienes deseen vivir en armonía.
8.- Consume sólo lo que verdaderamente necesitas. El consumismo exaltado por la mercadotecnia es el enemigo número uno de la felicidad en cuanto induce a acumular, devorar y desechar con una avidez rayana en la demencia.
9.- Combate tus debilidades enfrentándolas y entendiendo cual es la recompensa que en realidad recibes con tales comportamientos. Ejemplo; si no socializo o me sumo en la depresión, el motivo ulterior puede ser un temor a recibir amor o a darlo, puede también llevar implícito mi temor a descubrir o descubrirme ante los demás, etc.
10.- Promueve tu espíritu. Medita e intégrate a la creación con la simple voluntad de dejarte llevar.

 

15 May 2018 Posted by | Bitácora del día, Superación personal | , , , , , , , , | Deja un comentario